miércoles, 3 de febrero de 2010

Mi experiencia en la Cruzada Nacional de Alfabetización de 1980


La noticia fue demoledora para la corta edad que cifraba aquel año. Luego del derrocamiento del gobierno liberal del General Anastasio Somoza Debayle por parte del pueblo de Nicaragua, el ambiente se transparentaba militarizado, inseguro. La sociedad estaba atemorizada ante los valentones frentesandinistas uniformados que con sus armas de guerra amedrentaba a todo aquel que quisiera cuestionarlos, señalarlos, criticarlos. La luna de miel, definitivamente había concluido y era a todas luces el inicio de una etapa gobernada por el autoritarismo. Pero la noticia de alfabetizar a un pueblo históricamente sojuzgado, avasallado y sometido por las clases políticas fue como acercarse a abrevar agua de una fuente fresca ubicada bajo el abrigador follaje de los madroños.

La algarabía inundaba los pasillos de mi colegio, el Instituto Pedagógico “La Salle”. La bulla y la confusión fueron los protagonistas principales de una historia desconocida, y que muchos de mis compañeros de clase matizaron de abyecta. Algunos padres de familia horrorizados ante la sola idea de permitir a sus hijos adolescentes viajar hacia lo desconocido, provoco un éxodo masivo y muchos de aquellos jóvenes sellaron sobre su vida un indeleble tatuaje de emigrados. Hoy la nostalgia llena estadios de aspiraciones, de deseos, de propósitos, pero la verdad es que todo ello nunca podrá sustituir ese sentimiento de abandono, de pérdida que muchos albergamos dentro de nosotros. Ese tiempo es irrecuperable. Ese exilio provocado por la lectura sin reflexión sin comprensión de muchos modelos filosóficos por parte de un grupo de personas aturdidas por la ambición enajenada de poder, hoy sigue siendo causa de muchas lágrimas que de tantas se han quedado dormidas en las hojas de los árboles.

El domingo 23 de Marzo de 1980 del estacionamiento del colegio fuimos conducidos al lugar de partida. Nuestro destino eran algunas comunidades de la Región Autónoma Atlántico Sur (RAAS): Talolinga, Kurinwas, San José, San Martín, Río Plata, entre otras. El mediodía conspiraba para el desmayo. Se conjuraba la sed, el ansía, el hambre, el sudor, el Sol y la incertidumbre, para engrosar aún más el hueco que desde hacía días se hospedaba en el estomago y que provocaban interminables e incontestables preguntas. La cotona de manta color gris desde hacía horas había ahogado sus tejidos en un líquido salino y al paso del tiempo el hedor y la pestilente transpiración era motivo de chasco y carcajadas. Los camiones que nos transportaban sobre la Carretera Norte eran de volquete, sin ninguna seguridad y viajábamos amontonados, solamente agarrados de los bordes de aquel inmenso sartén metálico. El viaje hacia la vaguedad e imprecisión inicio en los elásticos límites de una juventud-niñez convocada para el heroísmo.

La noche arribo con nuestra llegada a Nueva Guinea. Entre fogatas, hambre, frío, uniformes verdes olivo, armas de alto calibre, aroma a diesel, a heces, a la picosa fragancia a orina, a los pútridos efluvios de las evacuaciones, a la ensordecedora monotonía de los motores encendidos de los camiones y de la irregular y apagada voz de la planta de energía proveyéndonos de poca iluminación por razones de seguridad, pernocto por primera vez aquella novedosa sensación que a partir de ese momento todo se convertiría de una grotesca aventura a una formadora e inolvidable experiencia.

Al día siguiente, por la tarde, llegamos a nuestro destino: San Martín, RAAS, Nicaragua. El oxidisáceo maquillaje bermejo de la húmeda tierra surcada por una terracería amplia disimuladamente empedrada y enmascarada por borbotones de rojizo lodo y barro, culminaba sobriamente en una construcción de madera ubicada solitaria en la plaza de la comunidad. Era la escuela. Las mochilas dentro de ésta semejaban un amontonadero de cacharros y a la vera las improvisadas camas que no eran sino los utensilios más prontos para albergar el cansancio y la osadía del porvenir. Esa noche fue intranquilamente silenciosa, tan oscura al verla desde las deterioradas ventanas como al percibirla desde el aroma húmedo de los pinos cercanos. Acumuladamente lóbrega desde los mil y distantes sonidos, mezclados entre los relinchos nocturnos de los caballos y uno que otro gorjeo de las aves en busca de conciliar la noche en la vecindad del amanecer. El temor por los disparos en nuestra contra se durmió cansado en los parpados, pernoctó en los rudos latidos del corazón. Los árboles debidamente difuntos y adormecidos en la inmediación del encenagado camino refrendaron la intranquilidad y eternidad del obligado descanso.

Carlos, el profesor del caserío, abundando su aliento el áspero y nauseabundo aroma a cususa, vaho ya antiguo, mezclado con la ingesta de nuevas dosis, nos actualizo en cuanto a los peligros de convivir en una villa que el General Somoza había proyectado para los miembros de la otrora Guardia Nacional. Y el suspenso avivo sus ya exacerbadas llamas, sus extremadamente confusas y temerosas lumbres. Una sonrisa escapándose como entre los maizales propuso reconocer en el relator un punto de victoria sobre nuestro desconocimiento y aprensión. La visita a su destartalada, desordenada y descompuesta casa nos hizo sospechar sobre la eficiencia del trabajo de educador de nuestro anfitrión. Un vivienda chica en la que un catre oxidado predominaba ajustadamente en el poco espacio, seguidamente ocupado por infinidad de textos enmohecidos, amarillamente viejos, hediondamente apilados. Y por el suelo, sin rastro alguno de piso, el regadero de botellas cristalinas ya sin contenido y compulsivamente tapadas con una mazorca de maíz seca, tan seca como los surcos en el rostro curtido del maistro del pueblo.

Juan Carlos Sandino, Berardo Mendoza, un chavo de apellido Alvarado y la Profesora Mayra Palacios fueron las personas que compartieron conmigo por 5 meses los triunfos matizados de frustraciones en aquella tarea encomendada, obligada para el bien de aquellos habitantes de San Martin desde las quimeras efluviescas de los que enrumbarían a partir de entonces a Nicaragua en un deslave de pasiones. La tarea fue apasionante al inicio pues un censo inicial arrojo la necesidad de la población de leer y escribir e intrigante porque el recelo, la desconfianza y la suspicacia hacia nosotros nos acompaño hasta el termino teórico de la labor. Las enfermedades hicieron mella pero nunca hasta renunciar. La falta de una alimentación adecuada, no la que nos brindaban nuestros padres, sino la básica, trajo consigo rostros lánguidos, miradas abrazadas por la angustia, cuerpos perdiéndose en la delgadez. Sacos de 50 kilos cada uno de arroz y frijoles, una lata de 20 litros de un aceite ambarino como el ocaso y denso como las tormentas del Caribe nicaragüense se utilizó para la cocción del gallo pinto. Las tortillas de maíz se fueron haciendo cada más distantes, como las visitas de algún funcionario del gobierno o de algún médico. Una tarde, una señora morena como los frijoles ahogados en gorgojos, nos invito visitar su vivienda para degustar la materia prima de su maizal, matizada con la sazón de sus diligentes manos y acompañada por suculentas cuajadas. Las güirilas cociéndose sobre la tapa metálica y extraída de un barril otrora conteniendo kerosene se dejaban querer desde las columnas de humo del más humilde fogón conocido por mí hasta entonces. Fue un festín romano cuya fenomenal ingesta derivo en una serie de innumerables visitas a la letrina aledaña al vecino rio. Lo tierno de los granos del maíz y lo irregular de la dieta nos aventuro a comprender que nuestra situación, definitivamente, distaba mucho en meses y costumbres.

Los resultados del proceso fueron satisfactorios, pero más, los abrazos al despedirnos. Las carencias de San Martin infringieron una cuota de sensibilidad y realidad nunca vivida en nuestros hogares de clase media, allá en Managua. Todos esos villorrios, caseríos, aldeas, pueblos y poblaciones transitados de regreso, con otra visión con otra perspectiva de la pobreza y limitaciones, aún pueblan mis ojos de lágrimas impotentes. Hasta hoy no tengo con que pagarle a Doña Rosalba por sus yoltamales, su atol, sus güirilas y su generosidad. Aún escucho crujir las viejas maderas que sirven de marco a esas pequeñas casas tiznadas de lejanía, manchadas de olvido. Cierro mis ojos y veo a Jacinta, a Dolores y a Martha de los Ángeles con sus senos morenos al aire, levantando sobre sus cabezas la ropa raída por la impotencia y perteneciente a la heredad perdida. Prendas de vestir abofeteadas por la pobreza, laceradas por el correr de los días en un calendario agrio y macilento pendulando entre el verde de las ramas de los pinos y las rocas erosionadas por la tranquilidad que no pasa y que insiste en quedarse y se pierde en la vastedad de los caminos. Ellas fueron mis alfabetizadas de las letras, no de la aprensiva búsqueda por construir nuevas veredas y senderos para conducirlas hacia la libertad. La fragancia a pastillas de jabón barato revolotea sobre el rio Kurinwas como un fantasma quedo y silente. Mis pisadas adolescentes ya fueron borradas por la brisa del invierno lluvioso y ese heroísmo, al pasar de los años, se convirtió en una amalgama de solamente recuerdos, y la mística por la revolución quedo abatida en el paredón de la traición.


Juan Espinoza Cuadra
México
a 3 de Febrero de MMX.

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