Tengo la impresión, muy lejana, bastante dispersa, distante y evocativa, de la primera vez que te vi. Fue en tu casa cuyo frente estaba pintado de dos colores. Sin lugar a equivocarme, la parte inferior en rojo y la parte superior en verde, con aquellos escalones mordidos en los bordes por el tiempo y una puerta de blanco inolvidable.
En tus manos encontré una tibieza que se aproximaba en mucho a la calidez prodigada por las de mi padre. Y por la cortedad de distancia que percibí entre mi padre y tú, por el cariño derrochado en cada saludo, en cada gesto, por la consanguinidad expuesta a través de las miradas, por la similitud de facciones, comencé a comprender que la simiente de toda heredad radica en la declaración militante de amor incondicional. Los aromas de tu casa semejaban los vericuetos de una carpintería, los interminables laberintos de las bodegas donde se almacenan infinidad de materiales y herramientas, implementos para los trabajos de construcción. Así, las fragancias me presentaron de una manera justa los avatares de tu profesión. En tus manos inmensas como las nubes de invierno, pude leer que el día y la noche nunca fueron muros lo suficientemente prominentes para desistir en tu ánimo de proveer tu hogar del amor y los etcéteras que demandaban tus hijos y mi abuela. Tus ropas de trabajo, laceradas por las cruentas batallas contra el cemento, los bloques, las medidas y los ajustes siempre estaban limpias y con el aroma de vergel, de esos que se transitan a solas en el verano.
El faro más alto de las tertulias familiares siempre estuvo rodeado de sus hijos, Pedro Pablo, René, y tu hermano, el incansable y siempre locuaz y retórico tío Adrián. En tu casa en la colonia Máximo Jerez, luego del terremoto de 1972 y pasados los años de este infernal evento, departiendo alegremente con tus hijos y familia mientras se degustaba la riquísima sopa de cola elaborada por la dama que erguida sobre un peñasco, conjuraba la quietud de la mar azul, Josefa Monterrey.
Me llamo la atención aquella traslúcida botella gorda, alargada, de cuello cisneíco en cuyo interior se depositaba un líquido de fuerte aroma que semejaba agua. “Ron Santa Cecilia”…. y los altos cañaverales mecen sus cuerpos mediante el aullido y los aplausos del viento entre los follajes de los árboles que custodian el recodo, el paisaje, lo verde, la quietud. El exorcismo atrapado en cada diminuta copa y el éxtasis deshaciéndose de sus recuerdos. La algarabía corriendo desnuda por las banquetas y el alboroto mordiendo las tersas manos de la confusión.
Estando yo adolescente procuraba acompañarte y encontrarnos en un tema que pudiéramos compartir en aquellas tardes calurosas en el corredor de tu casa. Lastimosamente los innumerables datos en tus pláticas se fueron perdiendo en la bastedad y anchura de los años. Me satisface verte en tu silla viajando contra el viento en pos de la tempestad y tus manos esparciendo sus dedos sobre un teclado de alabastro y marfil, buscando extraer de la nada alguna cadencia indomable. Estratega invencible agitando tu arabesca lanza sobre la superficie del mar para conminarme a confabular lagrimas por versos y despedidas por crepúsculos.
Juan Espinoza Romero es el nombre de una montaña que yace congelada en los labios de Júpiter y el adalid sempiterno de Neptuno, el escudero esbelto y siempre altivo de Don Quijote de la Mancha y el rayo de luz que busco encontrar a través de mi ventana. Te amo abuelo aunque me siente a pintar un caserío perdido de la sierra oaxaqueña y con un vaso lleno de mezcal te tribute vida nadando entre el infinito de vacilaciones y la inmensidad de perplejidades.
Juan Espinoza Cuadra
México
a 29 de Enero de MMX.
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