miércoles, 5 de mayo de 2010

“La ensalada de frutas frente al Cine Salinas”

En el barrio Riguero hay un punto de referencia: la refresquería frente al antiguo Cine Salinas, donde venden la más rica ensalada de frutas de Managua. Recuerdo que mi padre nos llevaba a mis hermanos mayores y a mi madre a este cine y luego del placer de haber disfrutado la película, esperábamos la invitación paterna de ir a degustar un sabroso vaso de ensalada de frutas. Fuera del cine se apostaba una suerte de vendedores ambulantes ofreciendo algodón de azúcar, con su característico color rosa; los “hot-dogs” cuya preparación culminaba con una ensalada de repollo cocido sabor vinagre que destacaba sobre la mostaza, la mayonesa y el kétchup. Las bolsas de jocotes con sal, las de mango verde aderezadas con una solución de vinagre con chile. Las marchantas con sus viandas repletas de las golosinas de la época y los infaltables cigarrillos al detalle. Además, los vendedores ambulantes provenientes de Masaya y Granada con sus deliciosas cajetas de coco en colores rosa y café. Las luces de la marquesina, los claxon de los automóviles, el bullicio, las personas saliendo y entrando del cine o los que solamente se acercaban a aquel pequeño mercado para adquirir algún manjar, son los recuerdos de mi infancia en las tardes-noches calurosas de día domingo.

El terremoto de 1972 acabo con una de estas facetas. Y para mí, el barrio Riguero siguió siendo un territorio inexplorado. Y así se quedo. Mis incursiones lejos de la casa de mi madre fueron muy pocas. Tuvo que ver mi cortedad y la vigilancia constante de Bertha Cuadra. Mi siguiente domicilio fue relativamente cerca: Altamira D’Este, la casa de la hermana mayor de mi madre. La angustia y tristeza por la muerte de mi madre y la inestabilidad política de esos años no procuraron ni una visita esporádica al establecimiento cercano al otrora Cine Salinas. Los años posteriores al terremoto se sucedieron entre la casa de mi abuela paterna en la colonia Máximo Jerez, la ciudad de Diriamba y la casa de Altamira D’Este. Luego de la insurrección de 1979 y consecuentemente del asesinato de mi padre y yo con más años, con menos vigilancia, los recuerdos de la ensalada de frutas, fueron suficientes motivos para invitarme a incursionar las cercanías del antiguo Cine Salinas en busca de un vaso saturado de hielo y cuyo contenido buscaba aproximar el sabor de la ensalada de frutas de mi infancia.

El lugar no había cambiado mucho. El trato seguía siendo amable y cordial por parte de los prestadores del servicio. Logré reconocer a una señora, para ese momento, ya de edad avanzada y que en mi niñez se dirigió con mucho cariño hacia mí. La salude con la seguridad que no me reconocería. Tome asiento en una de las butacas de madera y aguarde. En un vaso de vidrio, sencillo, dadas las precarias condiciones económicas en las que el régimen frentesandinista había sumido a la población, tuve frente lo tantamente anhelado: mi vaso de ensalada de frutas con un popote y una cuchara plástica.

Con el primer sorbo se vino una cascada de recuerdos donde navegaron los rostros de mi padre, de mi madre, de mis hermanos. Percibí los aromas de las tardes soleadas de los domingos de mi niñez. Distinguí los rostros desconocidos de las familias que acudían al esparcimiento al igual que nosotros. Aprecié el llanto de los niños agobiados por el calor dentro de las instalaciones del Cine Salinas, a pesar de los grandes ventiladores a máxima revoluciones. Abrí mis ojos y tome en mi mano derecha la cuchara de plástico y la hundí en el agua color durazno en busca de los trozos de piña, de papaya, de plátano. En silencio, mastique el recuerdo en mi presente. Me percaté de la ausencia de mis otrora acompañantes. No quise seguir pensando y preste mi atención a disfrutar los sabores. Cuando el vaso estuvo vacío coloque el popote y la cuchara de plástico en su interior. Lo tomé y me dirigí hacia la anciana y lo extendí hacia sus manos. Ella no miro el vaso y si mis ojos. Pregunte lo que le debía. Pagué y la vi nuevamente a los ojos. Las gracias que le prodigue aquella tarde son como un vuelo de gaviotas: una algarabía de pasado en una maraña que aún se desenreda por estos días.


Juan Espinoza Cuadra
México
Mayo de MMX

miércoles, 24 de febrero de 2010

Servicio Militar Patriótico-Obligatorio: mi testimonio (Parte II).

El traslado fue en la madrugada, luego de una espera que se percibió interminable. Sentados en un camión militar, con la esperanza, a partir de ese momento, de cumplir con vida lo ordenado por quienes auguraban seguir detentando el poder político a través de una generación de jóvenes secuestrados. Y los que éramos, a esa hora del alba, rumiamos el futuro eventual, en silencio y metidos los rostros desencajados entre las rodillas. El vaivén del traslado, percibiendo las calles vacías, observando la ciudad dormida, sin perder de vista, una que otra luminaria encendida y las banquetas ausentes de vida, fue una estampa cíclica, repetida, que se quedo guardada por su permanente duplicación. La subida a la loma de Tiscapa, antiguamente bunker del dictador Somoza, y ahora, celda carcelaria de la juventud nicaragüense, fue un estrépito en el estomago, un fragor en el corazón. Y la orden de: -¡Bájense!- semejo un temblor interminable. La fila en la oscuridad del crepúsculo se hizo imperecedera en la danza de las penumbras. Un adolescente proveniente del barrio Monseñor Lezcano, más oscuro su rostro que la opacidad de la incertidumbre, temblando sus labios alcanzo preguntarme: -nos moriremos?- y mi respuesta fue adentrarme en sus ojos para compartir su miedo.

La medición antropomórfica y la respuesta a la pregunta de: -escolaridad?- fueron incidentes determinantes para resolver el enigma de mi ubicación. Una dependencia de contrainteligencia militar del EPS fue el cometido. Recibido mi próximo paradero, experimenté otra faceta en el inacabable dilema de mi futuro. Extrapolé una batalla cruenta disfrazada de temeraridad y titubeo. Defendiendo ideales ajenos a mis principios, en su mayoría, no a totalidad. Las causas de las diversas revoluciones que leí, oscilaban en un péndulo amplio de orígenes. Los rostros de Carranza y Madero quedaron grabados en mi receptibilidad de adolescente y la gesta de Sandino me ayudo a comprender su lucha e igualmente llenarme de coraje contra el intervencionismo estadunidense. Mi padre guardaba celosamente una efigie del General de Hombres Libres en la última gaveta de su archivero. Mi imaginación me transfirió a una aproximación del significado de los dobleces de la boina del compañero Uliánov, y mi curiosidad por adentrarme a la influyente filosofía de Karl Heinrich Marx, expandió mi conocimiento de entonces respecto al socialismo científico. Grandes e imponentes acontecimientos en aproximación a un universo de pensamientos coherentes y con objetivos definidos, y que en el terruño fueron raptados del tálamo del conocimiento mundial por tránsfugas de la promiscuidad mental y provocaron la irracionalidad, la sinrazón, el fallecimiento de nueva y existente vida, y conminaron al dolor a un disfraz mordazmente tangible. La zozobra placentera de las emisiones nocturnas y clandestinas de la proscrita Radio Sandino simpatizo con atinarle al dial en el pequeño radio receptor ubicado estratégicamente en una esquina del mueble de rojizo roble donde mi madre guardaba la cerámica de las navidades pasadas. El asalto al Palacio Nacional, los combates en el frente sur ocupaban el éxtasis de mi tío, el sargento retirado de la Guardia Nacional, Virgilio Saavedra, y los eventos se sucedían provocando los posteriores comentarios, cada mañana con los vecinos, tomando como excusa amontonar en un sitio determinado, la basura acumulada en la banqueta por los orgullos de la india, señoriales árboles de floraciones púrpura y rosa, que adornaban el frente de mi casa. Y entre estos sucesos, mi adolescencia arrebatada fundo porciones de certidumbre para enfrentar la obligación de satisfacer la demanda militarista impuesta por los cómplices del homicida de mi padre. Mi lealtad y solidaridad con las carencias de mi madre, impuestas por su edad y mi deseo de vivir tranquilamente en el país donde nací, conservaron su código de importancia solamente en mi personal escala de afectos. Ese año mi padre cumplió 6 años de ser ultimado en el parque del reparto El Dorado. Un grupo de aquellos exaltados embriones de una malograda generación de seudorevolucionarios usurparon la potestad de Dios sobre muchas vidas en la antesala a la retirada hacia Masaya.

Al Poeta Carpintero, Pedro Pablo Espinoza Monterrey, le saquearon la vida, excusando la agresión en la soez caricatura de la irracionalidad. Saltearon su vida por razón de un gravamen al odio inexplicable, al resentimiento insondable, incomprensible. El arbitrio al resentimiento agravado por los vapores etílicos y recrudecidos por los efluvios mariguanezcos, fueron los antivalores que cultivaron desde entonces quienes se arrogaron el poder de la muerte. En la Altamira D’Este de mi infancia, vi intoxicarse en una esquina, con los entonces conocidos toxicómanos y alcohólicos de la colonia, a quien en posteriores años sería miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, ex Viceministro del Interior y ex alcalde de Managua. Y señalado, ante el cuestionamiento de la sociedad, por sus secuaces efeselenistas como el sicario de mi padre. De esa estatura moral y ética era uno de los ideólogos que conducía, en términos de su propio infierno, a una joven Nación hambrienta de justicia. A través de sus propias y ocultas adicciones, se erigió como un tótem de la modernidad y la ecuanimidad, para terminar rodando por el fango y estiércol de la falsedad. La morfinomaníaca asonada de este sujeto con propensión a la transgresión, seguramente transitó entre la colorida gama de sus delirios y su facineroso desorden mental a convocatoria del caos de su mundo interior. La hipótesis de ser removido de la Alcaldía de Managua por su desacuerdo con Daniel Ortega Saavedra, le confiere créditos de una mínima intelectualidad a este atormentado y mustio, insignificante e impopular personaje. Y los días continuaron abrevando del tránsito cotidiano de los camiones cargados de batallones de jóvenes conducidos hacia los diferentes frentes de guerra y las añoranzas y meditaciones tragadas a golpe, se enrumbaron hacia el lugar donde un uniforme verde olivo dirigió cada vez con mayor vehemencia su dedo interrogador.

Mastique la infidelidad enfundado en aquel uniforme. Y el reto de reparar las contradicciones se sucedió cada mañana, cada mediodía y cada atardecer. El sargento López vociferaba instrucciones entre mi ansia de libertad y mi abstracción de sitio y tiempo. Nunca estuve ahí y estando ahí, me coludí con el antagonismo. El sudor y el ensimismamiento corrieron por las fechas del calendario mientras se provocaba mi cambio al autómata que yo entregaría. Del entrenamiento básico pasé a la escuela Germán Pomares, un sitio distante, sobre la carretera al departamento a León. Ahí hice un círculo de conocidos, condiscípulos del desorden y camaradas del caos. En las barracas ambientadas de humo de cigarrillo, palabras altisonantes, amenazas entre pandillas rivales y que confluyeron sospechosamente, uno que otro homosexual que buscaba ser favorecido, se poso el tedio, el fastidio, la monotonía. El cansancio luego de las clases y el entrenamiento físico fue la mejor excusa para tirarse sobre el pasto seco cercano a las pocilgas donde dormíamos y soñar una fuente de agua fresca en el medio del mar. En una ocasión, esta abstracción fue interrumpida por uno de los vigías que grito con la suficiente fuerza mis apellidos exigiendo mi presencia en la puerta de entrada. Y ahí estaba la camioneta amarilla marca Hyundai tan familiar, estacionada a un lado. Al acercarme al portón ella también lo hizo y fue la primera vez que nos encontramos luego de muchos meses de incomunicación. Ignoro hasta la fecha como me ubico. Luego del saludo solicite permiso para su ingreso y fue concedido. Ya dentro, caminamos en silencio, solamente mirándonos y ninguna sonrisa se esbozo ni en su rostro ni el mío. Al sentarnos uno frente al otro, tome sus manos y me trasporte hacia nuestro noviazgo en libertad por el verde de sus ojos. De una canasta bordada en madera extrajo todo un banquete, sobresaliendo un depósito de plástico transparente conteniendo, para mí, innumerables piezas de pollo empanizado. Las latas de jugo de pera y durazno, el pan recientemente horneado, las cebollas en escabeche y una bolsa de unos 400 gramos de dulces fue el complemento a la declaración explícita del amor de aquella bella joven. La despedida fue difícil pues se corría el rumor que pronto seriamos nuevamente trasladados y por obvias razones, se desconocía nuestro próximo destino. La humedad de sus lagrimas se confundieron con el sudor de mi guerrera verde olivo y prometí volver a ella. Me quede observando como la camioneta amarilla se perdía entre el ocre y la lejanía de la desierta carretera. El chele había quedado al cuido de los alimentos. Convoque a mis cercanos y comimos y luego, nos sentamos, apoyadas nuestras espaldas sobre las enmohecidas tablas del refugio. Y en el silencio circundante solo entorpecido por el ruido de voces lejanas, cada uno de mis compañeros me agradeció por compartir mi comida y le respondí a cada uno muy quedamente: -Te agradecemos Dios por estos alimentos que tu nos has proveído, amén!-.

En un lugar entre Matagalpa y la RAAN recibí una nueva notificación de traslado. Llegué al Complejo Ajax Delgado muy de mañana, luego de haber comido como pelón de hospicio en la casa de mi madre y de haber dormido en la tranquilidad y seguridad de mi cuarto. Me indicaron mi litera y me entregaron mi nuevo uniforme. Luego de recibir nuevas instrucciones y de otro tipo de acondicionamiento físico, cavile las razones de la transferencia. Sin poder validar ninguna de mis hipótesis, opte por enfrentar mi nuevo reto y que los días pasaran sin sobresaltos hasta mi licenciamiento. Fui integrado a operaciones contra las pandillas de jóvenes delincuentes y bandas de desertores que aún poseían sus armas de reglamento. Los escenarios fueron varios y los de mayor incidencia: barrio René Schick, la Fuente, Monseñor Lezcano, Mercado Oriental, Barrio Cuba, entre otros. En 1986, el sobresaliente autodidacta de la disciplina del autoritarismo, Daniel Ortega Saavedra decreta el cierre de Radio Católica; Vinicio Cerezo toma posesión como Presidente de Guatemala; el transbordador Challenger estalla luego de su despegue; Óscar Arias es elegido nuevo Presidente de Costa Rica; la Corte Internacional de Justicia de la Haya falla a favor de Nicaragua en la querella contra el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica; en Wembley, la banda Queen ofrece un concierto; Ronald Reagan y Mijail Gorbachov se reúnen en Reikiavik y mueren Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. Se destapa el escándalo Irán-Contras en el congreso estadunidense y se detiene todo apoyo económico a la contrarrevolución nicaragüense. Por otro lado, la incapacidad económica del gobierno efeselenista para continuar financiando su impopular guerra, sumado al retiro del apoyo de la extinta URSS, obligaron la firma de los acuerdos de Esquipulas. El 25 de Mayo de ese año se firmó el Acuerdo de Esquipulas I y lo relevante de éste, fue el compromiso de los gobernantes centroamericanos por encontrar soluciones comunes en lo relacionado al mantenimiento de la paz y el desarrollo regional. Se acordó la creación del Parlamento Centroamericano. Los miembros estarían comprometidos a respetar los derechos humanos, fomentar el pluralismo democrático, la integridad territorial y el derecho de todas las naciones a determinar libremente, sin injerencias externas, su modelo económico, político y social. Tras esa firma y la puesta en marcha de esas obligaciones, inició el derrumbe de la planificada dictadura efeselenista, a pesar que en 1987 la maquinaría orteguista resulto ganadora en las elecciones convocadas.

La mezcla de alcohol y drogas enardeció a aquel grupo de desertores del SMP-O y el ruidoso tableteo de las armas de guerra ensordeció a la noche y despertó el miedo de los habitantes del barrio San Judas gracias al viaje centellante de los plomos. Las trazadoras iluminaban de vértigo la opacidad. Los gritos entre los patrulleros para determinar ubicaciones raspo de espanto los chillidos aterrados de los niños. Los motores encendidos cantando su himno de violencia y las luces dirigidas hacia el origen de los disparos de los infractores trajeron el colofón que en Nicaragua se libraban dos guerras. El avance fue lento y los disparos cruzados temerarios e irreflexivos. Muchos de los actores de estos trágicos incidentes conocíamos de alguna manera el rostro bivalente de las hostilidades. La madrugada con su tono bermejo arrastrando al cansancio y la estrategia de aguardar se acabaran las municiones, provoco una rápida incursión y el apresamiento sin bajas de los transgresores. Mi último día de pesadilla había terminado. Mi retorno a las aulas universitarias era una realidad.


Juan Espinoza Cuadra
Febrero de MMX
México.

viernes, 19 de febrero de 2010

“Servicio Militar Patriótico-Obligatorio: mi testimonio (Parte I de II).”


Había regresado recién a Nicaragua de Honduras. Era el año 1983. La rola “Sweet Dreams” del grupo Eurythmics contagiaba el ánimo de la juventud a través de sus cadencias. Los escritores, Tennessee Williams y Jorge Ibarguengoitia morían. En Argentina, Raúl Alfonsín asumía la Presidencia y se fundaba el EZLN en México. Estos eran algunos de los acontecimientos que sucedían en el escenario. En Nicaragua, los mayoritarios, predominantes, fanáticos, intolerantes y avasalladores frentesandinistas del Consejo de Estado aprobaban en sesión ordinaria el decreto #1327, la Ley del Servicio Militar Patriótico y luego de aparecer publicada en el Diario Oficial “La Gaceta”, el futuro vestido del gris oscuro de los sepulcros fue encaminándose perturbadoramente hacia una inimaginable realidad en medio del sonido temible de los tambores de guerra. El introito de los ecos de los plomos disparados desde ambos lados del antagonismo protagonizado por hermanos, se elevaba desde las planicies y montañas de Mulukukú, extremando sus altas notas en las fronteras norte y sur, y la cadencia de la tormenta se extendió a partir de entonces por los años inundados de jóvenes muertos. La gargolesca voluntad de José Daniel Ortega Saavedra mediada y llevada a cabo por sus secuaces tal arquetipos de los caballeros del Apocalipsis, era una realidad. Las circunstancias discutidas y convenidas cuatro años atrás, a finales de Septiembre de 1979, durante la realización de la Primera Asamblea de Cuadros “Rigoberto López Pérez” se habían concretado.

Desalentado por no haber culminado el objetivo de graduarme en la Escuela Agrícola Panamericana “El Zamorano”, emprendí el regreso a la casa de mi madre, Matilde Cuadra Romero en Altamira D¨Este. Toqué a la puerta y el vaho incendiario de la tarde confluía con las emanaciones del verano. El rostro de mi madre lejos de alegría bosquejo angustia y preocupación. Luego del abrazo y colocar mis pertenencias en mi cuarto, me dirigí a acompañarla sentado en la otra silla abuelita dispuesta en la mitad de la sala, frente a la puerta de madera con un visor redondo en la parte superior por la cual se ingresaba a la cocina. Y el -ahora, qué haremos?- golpeo mi entendimiento y viajo lentamente por cada rincón de mi casa, quizás queriendo se alojará lo más lejos posible, sin conseguirlo. En el silencio ambos nos solidarizamos con la impotencia. Reconocí los errores que me habían regresado de la seguridad y porvenir a la comedia pagana orquestada por los engendros del caos. Ella coloco su mano en mis labios y con ojos tristes dirigió su mirada hacia la calle, transitada medianamente a esa hora de la tarde por estar amenazada por los severos e implacables rayos del Sol.

La beca otorgada por El Zamorano y ganada gracias a los resultados obtenidos por mi desempeño académico en el Instituto Pedagógico “La Salle”, había sido suspendida indefinidamente. Y los contornos de la interrupción contemplaban la intermedia silueta de la ecuatoriana en la que apagué algo del hervor que me consumía. Aquella salida furtiva del dormitorio femenil a muy tempranas horas de aquel domingo abofeteo mi futuro y mis sueños alcanzaron en un sobre donde se me exhortaba retirarme. Aquella líneas me enviaban de regreso a casa y sobre esos surcos se aposto mi nueva trinchera. Había transgredido una regla al dejar en libertad una faceta del amor que distaba mucho en encontrar sosiego.

El primer aviso de reclutamiento llegó en las manos de un joven de mi edad, vestido escrupulosamente de verde olivo, botas apreciablemente nuevas y muy negras y muy brillantes y una boina negra ligeramente inclinada hacia el lazo derecho. Yo no quite el seguro de la puerta de protección, manufacturada con un intrincado arreglo de tubos de hierro que semejaba un irreconocible arreglo floral. Pregunto si yo era el destinatario de esa cita con lo desconocido y respondí con una afirmación que sentí camino solitaria por sobre los hirvientes techos de mitad de la mañana y ahorcada por los sonidos de los automóviles transitando apresuradamente. Me sugirió presentarme en la fecha indicada para no tener que enfrentar problemas con la “zonal”. Lo vi partir y llevarse mi libertad. No le comente nada a mi madre y preferí enrumbarme hacia la terraza interior y perderme en el vaivén de una colorida hamaca el resto del día.

La incertidumbre fue el estado idóneo para desempolvar los pendientes y retomar la lectura de “Cien años de Soledad” fue una exquisitez en mi búsqueda por exorcizar mi angustia. La espera aparenta un caldo caliente en una mesa solitaria, cuyo entorno percibe los recurrentes cuestionamientos, los periódicos y repetidos porqués. Macondo fue el lugar donde decidí esconderme y la conversación con el Coronel Aureliano Buendía trajo tranquilidad a mi azorado estado de ánimo. Conocer el hielo desde la perspectiva de un pelotón de fusilamiento con la niñez aletargada, desmayada en veinte casas de barro y cañabrava a la orilla de un distante río me hizo cerrar los ojos a la realidad e inventé un lenguaje con el cual pronuncié palabras nuevas para cosas nuevas. La reclusión a propósito en casa tuvo desventajas y de ellas, la meritoriamente mordaz fue la imposibilidad de escurrirme por las tardes-noches hacia el encuentro clandestino con los brazos cálidos y ansiosos de la joven que en la previedad de los acontecimientos ahogaba su hálito en mis besos. Ante el constante patrullaje de los reclutadores en busca de cómo cazar jóvenes e integrarlos a las diversas escuelas de entrenamiento, aquellas dos cuadras y media de distancia entre la casa de la que podía aligerar mi carga y mis cercados subterfugios, equivalía cada vez que lo meditaba a un infinito calzado de pasos distantes.

Un año transcurrió plagado de temblores en el estomago, de sudoraciones excesivas, y el apetito, al igual que los estantes de los supermercados y tiendas, se fue quedando vacío. Las cosas indispensables tornaronsé artículos de lujo. La tarjeta de abastecimiento por casa nunca proveyó a la mayoría de los hogares pinoleros. A esa generalidad a los que el régimen frentesandinista catalogaba de inconformes o peor aún, disidentes, les fue privado el derecho de subsistir. Los habitantes del reparto Altamira D'Este fueron etiquetados, en general, de burgueses vendepatria, rótulo que hasta la fecha posee un significado incorrecto y desatinado. En ese suburbio de mi niñez, adolescencia y parte de mi adultez, convivían personas desde las que ostentaban y poseían mucha riqueza económica hasta familias subyugadas por la carencia de bienes materiales y por los regulares o nulos ingresos. Cabezas de familia, en la mayoría asalariadas y, por supuesto, una que otra que en efecto si poseía un medio de producción, por igual fueron diezmadas. La acuñación por parte de la anarquía efeselenista fue incluyente a pesar que se habían apropiado hasta del futuro. La trasnochada iniciación a la lucha de clases fluyo irremediablemente entre la inconformidad y desasosiego y peor aún, a través de un conflicto social inexistente. La desavenencia siempre fue política. Los peores alumnos o los indisciplinados y malos lectores de los fundamentos de la filosofía marxista atropellaron desde una adimensional inopia y oscurantismo a amplios sectores de la sociedad por medio de términos inadecuados y pesimamente razonados y demencialmente escogidos. Su antagónico y unilateral modo de ver el mundo de entonces causo una masiva expatriación. Usurparon el derecho de vivir en paz y tranquilidad luego de un legítimo triunfo del pueblo sobre la tiranía somocista. Se arrogaron el título de una victoria conquistada primordialmente por nicaragüenses, no exclusiva ni particularmente por efeselenistas. Despojaron a la población de su irrestricto derecho por decidir hacia dónde dirigirse, que alimentos degustar, el diseño y colores de la ropa que vestir, por quien ser gobernados. Desfalcaron a los nicaragüenses de su libertad al legislar y promulgar la ley del SMP. Decretaron y proclamaron la muerte. Robaron la algarabía de los rostros que en el pasado explotaban de alegría transitando despreocupados por las calles. Se agenciaron la vocación por las sonrisas de los miembros de las familias nicaragüenses. Hurtaron los propósitos y sueños para los hijos. Sustrajeron la esperanza emanada del perfume de los madroños, plantados por las ocres terracerías del campo campesino y obrero. El verde de la bruñida vegetación de los cerros y montañas estampados en el trapecio patrio profetizaba convertirse a tinto e inolvidablemente indeleble. Y la pincelada triste de la languidez plasmada en la alacena del hogar provoco la incursión a expendios proscritos para proveer de lo indispensablemente carente. Salir con mi madre por el abasto se aproximaba planchar el enmarañado atuendo de las nubes.

Debuto la oportunidad de matricularme en la Universidad Nacional de Ingeniería y entre ponderaciones silentes y una desbordada ilusión cumplí el procedimiento. Posteriormente, mi primer semana de clases discurrió entre la constante amenaza que el Ejército Popular Sandinista ejercía en atrapar y capturar a la juventud dentro de las instalaciones de la recién fundada institución de educación superior. Los operativos se hicieron interminables a tal punto que el abandono y la apatía se convirtieron en los únicos transeúntes de los desiertos pasillos y la orfandad radico indolente las aulas de clase. La angustia por ser capturado se volvió una pesadilla diaria, constante, cíclica. Y las diversas rutas para retornar a casa se fueron haciendo familiares entre la débil luz de las luminarias y la intimidante lobreguez de la noche. Y esos oscuros senderos que salvaguardaron mi arribo seguro a casa, en 1984, aún actúan en mis sueños como valientes guerreros e infranqueables defensores de mi otrora vulnerable y endeble inmunidad.

Esa noche de finales de 1984, cargaba únicamente un cuaderno, un lápiz de grafito y una pluma. Tomé un inusual camino para llegar a mi aula de clase. El silencio y soledad de los pasillos hicieron sospechar que algo andaba mal. Sentí palpitar velozmente mi corazón y mis sienes golpeaban mí frente mientras me adentraba en los pasillos de la Universidad. Faltando pocos metros escuche con claridad los gritos de: -Detente!-, -¡Quédate ahí o disparo!-, y repentinamente una avalancha de chavalos corriendo horrorizados chocaron inevitablemente contra mí. Me tropecé y luego estaba de bruces desesperado por recobrar la vertical y unirme a la bandada en su huida. Me encontré corriendo desesperado entre matorrales sin saber qué dirección tomar. Corrí sin importarme al final hacia donde iba. No quería me alcanzaran mis cazadores. Beneficiado por el caos de la masiva persecución y favorecido por la oscuridad de la noche y resguardado por lo espeso y altura de los matorrales, alcance la carretera a Masaya, a la altura de Metrocentro. Un cordón de militares rodeaba la UNI. Continúe mi angustiosa fuga por el más recóndito y amparador camino a casa. Mis zapatillas All Star y mis jeans de mezclilla acusaban, por la suciedad y rasgaduras, lo frenético y enardecido del escape. Nuevamente estaba a salvo en la seguridad y premeditada oscuridad de la casa de mi madre. Sus preguntas nerviosas acerca de cómo me encontraba pude responderlas con aquel abrazo sudoroso y jadeante que deposite en su cuerpo. En la oscuridad nos dirigimos hacia la cocina y luego de cerrar la puerta del refrigerador deguste un relajante, cristalino y gélido vaso con agua servido por mi madre.

Llegó la segunda citatoria y la tercera no tardo mucho. Corría el mes de Marzo por el calendario del año 1985 y aquella mañana entré al cuarto de mi madre, me senté en el borde de su cama, colindante a su escritorio, mientras ella escribía algo. Luego de un momento, giro hacia mí y me miro franca y vencida, altiva y atribulada, orgullosa e impotente. Escruto mis ojos en silencio y en ese momento supo había tomado mi decisión. Me levanté acercándome, la tome del rostro y deposite un beso en su frente. Tomé como única maleta el citatorio y me dirigí a la zonal de reclutamiento. No había muchos jóvenes esa tarde. Conmigo éramos cuatro. Y entre la zozobra de encontrarnos a cumplir con nuestro destino impuesto, iniciamos una conversación cargada de especulaciones y temor. Al llegar mi turno y enfrentarme con el reclutador, me pregunto porque llegaba hasta mi tercer citatorio y no quise y no pude responder. Tenía un sinnúmero de razones que él no comprendería. Sello el documento y me indico pasar al examen médico. Para mí, la opción de emigrar de Nicaragua, nunca estuvo contemplada. Mi mayor impedimento era la edad y enfermedad de mi madre. Ese cordón de mutuo apoyo era muy difícil de romper. A pesar de las circunstancias, estábamos juntos y eso era suficiente.

Juan Espinoza Cuadra
Febrero de MMX
México.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Mi experiencia en la Cruzada Nacional de Alfabetización de 1980


La noticia fue demoledora para la corta edad que cifraba aquel año. Luego del derrocamiento del gobierno liberal del General Anastasio Somoza Debayle por parte del pueblo de Nicaragua, el ambiente se transparentaba militarizado, inseguro. La sociedad estaba atemorizada ante los valentones frentesandinistas uniformados que con sus armas de guerra amedrentaba a todo aquel que quisiera cuestionarlos, señalarlos, criticarlos. La luna de miel, definitivamente había concluido y era a todas luces el inicio de una etapa gobernada por el autoritarismo. Pero la noticia de alfabetizar a un pueblo históricamente sojuzgado, avasallado y sometido por las clases políticas fue como acercarse a abrevar agua de una fuente fresca ubicada bajo el abrigador follaje de los madroños.

La algarabía inundaba los pasillos de mi colegio, el Instituto Pedagógico “La Salle”. La bulla y la confusión fueron los protagonistas principales de una historia desconocida, y que muchos de mis compañeros de clase matizaron de abyecta. Algunos padres de familia horrorizados ante la sola idea de permitir a sus hijos adolescentes viajar hacia lo desconocido, provoco un éxodo masivo y muchos de aquellos jóvenes sellaron sobre su vida un indeleble tatuaje de emigrados. Hoy la nostalgia llena estadios de aspiraciones, de deseos, de propósitos, pero la verdad es que todo ello nunca podrá sustituir ese sentimiento de abandono, de pérdida que muchos albergamos dentro de nosotros. Ese tiempo es irrecuperable. Ese exilio provocado por la lectura sin reflexión sin comprensión de muchos modelos filosóficos por parte de un grupo de personas aturdidas por la ambición enajenada de poder, hoy sigue siendo causa de muchas lágrimas que de tantas se han quedado dormidas en las hojas de los árboles.

El domingo 23 de Marzo de 1980 del estacionamiento del colegio fuimos conducidos al lugar de partida. Nuestro destino eran algunas comunidades de la Región Autónoma Atlántico Sur (RAAS): Talolinga, Kurinwas, San José, San Martín, Río Plata, entre otras. El mediodía conspiraba para el desmayo. Se conjuraba la sed, el ansía, el hambre, el sudor, el Sol y la incertidumbre, para engrosar aún más el hueco que desde hacía días se hospedaba en el estomago y que provocaban interminables e incontestables preguntas. La cotona de manta color gris desde hacía horas había ahogado sus tejidos en un líquido salino y al paso del tiempo el hedor y la pestilente transpiración era motivo de chasco y carcajadas. Los camiones que nos transportaban sobre la Carretera Norte eran de volquete, sin ninguna seguridad y viajábamos amontonados, solamente agarrados de los bordes de aquel inmenso sartén metálico. El viaje hacia la vaguedad e imprecisión inicio en los elásticos límites de una juventud-niñez convocada para el heroísmo.

La noche arribo con nuestra llegada a Nueva Guinea. Entre fogatas, hambre, frío, uniformes verdes olivo, armas de alto calibre, aroma a diesel, a heces, a la picosa fragancia a orina, a los pútridos efluvios de las evacuaciones, a la ensordecedora monotonía de los motores encendidos de los camiones y de la irregular y apagada voz de la planta de energía proveyéndonos de poca iluminación por razones de seguridad, pernocto por primera vez aquella novedosa sensación que a partir de ese momento todo se convertiría de una grotesca aventura a una formadora e inolvidable experiencia.

Al día siguiente, por la tarde, llegamos a nuestro destino: San Martín, RAAS, Nicaragua. El oxidisáceo maquillaje bermejo de la húmeda tierra surcada por una terracería amplia disimuladamente empedrada y enmascarada por borbotones de rojizo lodo y barro, culminaba sobriamente en una construcción de madera ubicada solitaria en la plaza de la comunidad. Era la escuela. Las mochilas dentro de ésta semejaban un amontonadero de cacharros y a la vera las improvisadas camas que no eran sino los utensilios más prontos para albergar el cansancio y la osadía del porvenir. Esa noche fue intranquilamente silenciosa, tan oscura al verla desde las deterioradas ventanas como al percibirla desde el aroma húmedo de los pinos cercanos. Acumuladamente lóbrega desde los mil y distantes sonidos, mezclados entre los relinchos nocturnos de los caballos y uno que otro gorjeo de las aves en busca de conciliar la noche en la vecindad del amanecer. El temor por los disparos en nuestra contra se durmió cansado en los parpados, pernoctó en los rudos latidos del corazón. Los árboles debidamente difuntos y adormecidos en la inmediación del encenagado camino refrendaron la intranquilidad y eternidad del obligado descanso.

Carlos, el profesor del caserío, abundando su aliento el áspero y nauseabundo aroma a cususa, vaho ya antiguo, mezclado con la ingesta de nuevas dosis, nos actualizo en cuanto a los peligros de convivir en una villa que el General Somoza había proyectado para los miembros de la otrora Guardia Nacional. Y el suspenso avivo sus ya exacerbadas llamas, sus extremadamente confusas y temerosas lumbres. Una sonrisa escapándose como entre los maizales propuso reconocer en el relator un punto de victoria sobre nuestro desconocimiento y aprensión. La visita a su destartalada, desordenada y descompuesta casa nos hizo sospechar sobre la eficiencia del trabajo de educador de nuestro anfitrión. Un vivienda chica en la que un catre oxidado predominaba ajustadamente en el poco espacio, seguidamente ocupado por infinidad de textos enmohecidos, amarillamente viejos, hediondamente apilados. Y por el suelo, sin rastro alguno de piso, el regadero de botellas cristalinas ya sin contenido y compulsivamente tapadas con una mazorca de maíz seca, tan seca como los surcos en el rostro curtido del maistro del pueblo.

Juan Carlos Sandino, Berardo Mendoza, un chavo de apellido Alvarado y la Profesora Mayra Palacios fueron las personas que compartieron conmigo por 5 meses los triunfos matizados de frustraciones en aquella tarea encomendada, obligada para el bien de aquellos habitantes de San Martin desde las quimeras efluviescas de los que enrumbarían a partir de entonces a Nicaragua en un deslave de pasiones. La tarea fue apasionante al inicio pues un censo inicial arrojo la necesidad de la población de leer y escribir e intrigante porque el recelo, la desconfianza y la suspicacia hacia nosotros nos acompaño hasta el termino teórico de la labor. Las enfermedades hicieron mella pero nunca hasta renunciar. La falta de una alimentación adecuada, no la que nos brindaban nuestros padres, sino la básica, trajo consigo rostros lánguidos, miradas abrazadas por la angustia, cuerpos perdiéndose en la delgadez. Sacos de 50 kilos cada uno de arroz y frijoles, una lata de 20 litros de un aceite ambarino como el ocaso y denso como las tormentas del Caribe nicaragüense se utilizó para la cocción del gallo pinto. Las tortillas de maíz se fueron haciendo cada más distantes, como las visitas de algún funcionario del gobierno o de algún médico. Una tarde, una señora morena como los frijoles ahogados en gorgojos, nos invito visitar su vivienda para degustar la materia prima de su maizal, matizada con la sazón de sus diligentes manos y acompañada por suculentas cuajadas. Las güirilas cociéndose sobre la tapa metálica y extraída de un barril otrora conteniendo kerosene se dejaban querer desde las columnas de humo del más humilde fogón conocido por mí hasta entonces. Fue un festín romano cuya fenomenal ingesta derivo en una serie de innumerables visitas a la letrina aledaña al vecino rio. Lo tierno de los granos del maíz y lo irregular de la dieta nos aventuro a comprender que nuestra situación, definitivamente, distaba mucho en meses y costumbres.

Los resultados del proceso fueron satisfactorios, pero más, los abrazos al despedirnos. Las carencias de San Martin infringieron una cuota de sensibilidad y realidad nunca vivida en nuestros hogares de clase media, allá en Managua. Todos esos villorrios, caseríos, aldeas, pueblos y poblaciones transitados de regreso, con otra visión con otra perspectiva de la pobreza y limitaciones, aún pueblan mis ojos de lágrimas impotentes. Hasta hoy no tengo con que pagarle a Doña Rosalba por sus yoltamales, su atol, sus güirilas y su generosidad. Aún escucho crujir las viejas maderas que sirven de marco a esas pequeñas casas tiznadas de lejanía, manchadas de olvido. Cierro mis ojos y veo a Jacinta, a Dolores y a Martha de los Ángeles con sus senos morenos al aire, levantando sobre sus cabezas la ropa raída por la impotencia y perteneciente a la heredad perdida. Prendas de vestir abofeteadas por la pobreza, laceradas por el correr de los días en un calendario agrio y macilento pendulando entre el verde de las ramas de los pinos y las rocas erosionadas por la tranquilidad que no pasa y que insiste en quedarse y se pierde en la vastedad de los caminos. Ellas fueron mis alfabetizadas de las letras, no de la aprensiva búsqueda por construir nuevas veredas y senderos para conducirlas hacia la libertad. La fragancia a pastillas de jabón barato revolotea sobre el rio Kurinwas como un fantasma quedo y silente. Mis pisadas adolescentes ya fueron borradas por la brisa del invierno lluvioso y ese heroísmo, al pasar de los años, se convirtió en una amalgama de solamente recuerdos, y la mística por la revolución quedo abatida en el paredón de la traición.


Juan Espinoza Cuadra
México
a 3 de Febrero de MMX.

viernes, 29 de enero de 2010

Mi abuelo, Juan Espinoza Romero, el maestro de obras

Tengo la impresión, muy lejana, bastante dispersa, distante y evocativa, de la primera vez que te vi. Fue en tu casa cuyo frente estaba pintado de dos colores. Sin lugar a equivocarme, la parte inferior en rojo y la parte superior en verde, con aquellos escalones mordidos en los bordes por el tiempo y una puerta de blanco inolvidable.

En tus manos encontré una tibieza que se aproximaba en mucho a la calidez prodigada por las de mi padre. Y por la cortedad de distancia que percibí entre mi padre y tú, por el cariño derrochado en cada saludo, en cada gesto, por la consanguinidad expuesta a través de las miradas, por la similitud de facciones, comencé a comprender que la simiente de toda heredad radica en la declaración militante de amor incondicional. Los aromas de tu casa semejaban los vericuetos de una carpintería, los interminables laberintos de las bodegas donde se almacenan infinidad de materiales y herramientas, implementos para los trabajos de construcción. Así, las fragancias me presentaron de una manera justa los avatares de tu profesión. En tus manos inmensas como las nubes de invierno, pude leer que el día y la noche nunca fueron muros lo suficientemente prominentes para desistir en tu ánimo de proveer tu hogar del amor y los etcéteras que demandaban tus hijos y mi abuela. Tus ropas de trabajo, laceradas por las cruentas batallas contra el cemento, los bloques, las medidas y los ajustes siempre estaban limpias y con el aroma de vergel, de esos que se transitan a solas en el verano.

El faro más alto de las tertulias familiares siempre estuvo rodeado de sus hijos, Pedro Pablo, René, y tu hermano, el incansable y siempre locuaz y retórico tío Adrián. En tu casa en la colonia Máximo Jerez, luego del terremoto de 1972 y pasados los años de este infernal evento, departiendo alegremente con tus hijos y familia mientras se degustaba la riquísima sopa de cola elaborada por la dama que erguida sobre un peñasco, conjuraba la quietud de la mar azul, Josefa Monterrey.

Me llamo la atención aquella traslúcida botella gorda, alargada, de cuello cisneíco en cuyo interior se depositaba un líquido de fuerte aroma que semejaba agua. “Ron Santa Cecilia”…. y los altos cañaverales mecen sus cuerpos mediante el aullido y los aplausos del viento entre los follajes de los árboles que custodian el recodo, el paisaje, lo verde, la quietud. El exorcismo atrapado en cada diminuta copa y el éxtasis deshaciéndose de sus recuerdos. La algarabía corriendo desnuda por las banquetas y el alboroto mordiendo las tersas manos de la confusión.

Estando yo adolescente procuraba acompañarte y encontrarnos en un tema que pudiéramos compartir en aquellas tardes calurosas en el corredor de tu casa. Lastimosamente los innumerables datos en tus pláticas se fueron perdiendo en la bastedad y anchura de los años. Me satisface verte en tu silla viajando contra el viento en pos de la tempestad y tus manos esparciendo sus dedos sobre un teclado de alabastro y marfil, buscando extraer de la nada alguna cadencia indomable. Estratega invencible agitando tu arabesca lanza sobre la superficie del mar para conminarme a confabular lagrimas por versos y despedidas por crepúsculos.

Juan Espinoza Romero es el nombre de una montaña que yace congelada en los labios de Júpiter y el adalid sempiterno de Neptuno, el escudero esbelto y siempre altivo de Don Quijote de la Mancha y el rayo de luz que busco encontrar a través de mi ventana. Te amo abuelo aunque me siente a pintar un caserío perdido de la sierra oaxaqueña y con un vaso lleno de mezcal te tribute vida nadando entre el infinito de vacilaciones y la inmensidad de perplejidades.


Juan Espinoza Cuadra
México
a 29 de Enero de MMX.

Mi triste madrugada del 23 de Diciembre de 1972


Ansiosamente le insistí a mi madre recordara nuestra cita para la noche. La película, según la publicidad, era terrorífica. El tema giraba en torno a un monstro de color verde, marino, humanoide y que salía de las aguas turbias de un cuerpo de agua pestilente para amedrentar a las personas. Para esto, mi madre se sentaba en su amplia silla abuelita, de madera, comprada por mi padre, posiblemente en Masaya. Y yo me acomodaba en su regazo, con una colcha de motivos infantiles, cuyos detalles se pierden hoy en la memoria. Esa noche prometía ser igual. Y en parte lo fue. Llegó la hora del evento y lo disfrutamos como siempre. Entre cada comercial ella o yo tomábamos camino hacia el baño, calculando el tiempo necesario para poder satisfacer las necesidades provocadas por el miedo, la sala premeditadamente oscura y la ingesta de un famoso refresco de cola. Me dormí probablemente mucho antes del término de la película y mi madre como siempre, se dispuso a llevarme a mi cama, abrigarme y besarme muchas veces, quizás anticipando los besos que me harían falta a partir de esa noche.

Sentí mis hombros agitados y estremecidos por unas manos ansiosas y acompañadas de gritos estridentes conminándome a despertar y salir de casa. Era el primer temblor, eran aproximadamente las 10:00 de la noche del viernes 22 de diciembre de 1972. Fue la primera amonestación antecediendo la catástrofe. Bertha Cuadra ya afuera, yo en sus brazos y ambos envueltos en sábanas y mi padre, Pedro Pablo Espinoza Monterrey, el poeta carpintero, ansiosamente disponiendo sillas para nuestra comodidad, es una imagen cíclica, abrumadoramente repetitiva y difícil de olvidar. El cielo pintaba un tono demencialmente escarlata y esa acentuación exagerada involucrando un mensaje de desolación no pudo ser interpretado. Por la preocupación de los vecinos tatuada en el silencio de la noche comenzó a transitar el ángel de la muerte. Alrededor de las 10:30 trepidó nuevamente y los gritos iluminaron las penumbras, los ojos adormilados de los expectantes se abrieron para recibir la nueva dosis de miedo, la inmaculada continuación de la cuota de incertidumbre era realidad. A partir de ese momento solo fue cuestión de que las circunstancias se acomodarán al tic-tac de lo irremediable. Una cantidad de personas difícil de aproximar dispusieron ingresar nuevamente a sus hogares, en cuenta mi madre, mi padre y yo.

Un mal hábito al dormir que según mis padres atentaba contra mi salud fue mi salvación. En mi niñez colocaba siempre una almohada en mi rostro. Luego pasaba la sábana por encima de ésta y estas eran mis condiciones idóneas para conciliar el sueño. Recuerdo antes de dormir ver como mi madre se acomodaba en la oscuridad en la cama cercana a la mía en lo que era mi cuarto. Y tras la cortina que fungía como puerta, distinguir a mi padre disponiéndose a acomodar su cuerpo sobre una lona sostenida por un andamiaje de maderos cruzados, que en Nicaragua se llama tijera, y que coloco en la entrada de la casa. Esa fue la última imagen.

Intenté desesperadamente moverme sin conseguirlo, quitar la almohada de mi rostro y no pude, mi respiración era difícil por algo que comprimía mi pecho, comencé a gritar: mamaaaaaá, papaaaaaá…. y lo único que logré fue escuchar mi voz de niño, palpitantemente desesperada y los gritos, al inicio enérgicos, fueron perdiendo arrojo y la oscuridad que encontré al abrir mis ojos con mucho esfuerzo siguió ahí inmutable y solidaria haciéndome compañía. El desmayo fue el siguiente paso. Y esa sensación de claustro, de reclusión y encierro aún me hace despertar sudoroso y angustiado. Mi vida de niño quedo atrapada entre dolorosas imágenes y terribles recuerdos, apresado entre aquellos kilos de tierra y escombros y la impresión y estremecimiento insustituibles que me ha dejado haberme muerto a los 6 años de edad.

La brisa ardiente de la madrugada entro por mis fosas nasales y al abrir mis ojos lo primero que vi fue el árbol de mango de la vecina y de fondo el cielo aún carmesí. Ya no éramos vecinos puesto que el límite que propiciaba el término estaba totalmente destruido y sobre el suelo. Me erguí sobre mi cintura y vi la parte posterior de la casa de mi madre totalmente destruida. Lo único en pie era la parte frontal. Seguidamente logré apreciar la silueta de mi padre que con sus desesperadas y sangrantes manos buscaba entre los escombros a mi madre. Se acercó amoroso y angustiado hasta donde yo aún trataba de recobrar el entendimiento para preguntarme: -Hijo, dónde está tu madre?-. Atiné a responderle que en la cama cercana a la mía. Se dirigió trastabillante con sus pies heridos hacia el sitio y con sus manos laceradas y carentes de rapidez, inicio nuevamente la atormentada búsqueda, tirando bloques rotos, pedazos de madera, trozos de aluminio, fragmentos de vidrio para a los pocos minutos culminar encontrándola. La desenterró totalmente y posteriormente la cargo en sus adoloridos y sanguinolientos brazos hasta conducirla a la calle. No recuerdo quién saco la silla abuelita en la que hacia menos de 3 horas, mi madre y yo mirábamos la película cuyo contenido de terror era una triste mueca comparada con la realidad que se vivía. Y en esa silla fue depositada Bertha Cuadra. Mi padre ahogo al cielo púrpura con sus gritos, su clamor alentando el despertar de su esposa fue solo un insistente y necio reclamo contra la voluntad de Dios. Su titánica tarea culmino con rescatar con vida a su pequeño hijo. Una señora curtida por los años, tostada por el dolor y la soledad y además amiga de muchos años de mi madre se acercó llorosamente tranquila hacia ella y coloco sobre su nariz un pequeño pedazo de vidrio. No hubo condensación.

La madrugada se hizo aún más extensa, podría escribir que como una línea trazada en mis ojos por una silente confesión de pérdida. Y ahí el cuerpo de mi madre, sobre una sábana perteneciente a su hermana, en el estacionamiento techado de la casa en Altamira D` Este, los portones abiertos, la luz ebria y amarilla de los cirios soportados en cuatro candelabros. Y en el entorno se recuperaba la oscuridad de su embriaguez antojadiza, predominante, espontanea. Y las sombras que se dibujaron en las paredes al vaivén de las velas, hicieron palpitar aún más mi corazón porque hasta entonces, desde después, me percaté que las penumbras radicarían por siempre en los días grises por venir. Aún no me acerco al cuerpo de mi madre porque para mí ella sigue aguardándome en su silla adimensional en cuyas extensiones escaladas y medidas solamente en mis sueños, puedo encontrar un remanso, un meandro de sosiego, una insinuación de placidez.

Se han sucedido las madrugadas rosas con un aroma húmedo que semeja al olvido. Pero la indiferencia y el abandono no son de las especies más exóticas de plantar y con las que deleitarse en ese jardín perdido. La asfixiante impresión que te da el polvo atascado en los labios, en la nariz, en los ojos, no los puedo olvidar e intento dejar cada porción de ese sentimiento de encarcelamiento, de ese estremecimiento de sepultura tras cada paso que me aleja del recinto térreo donde ahora habitan los amados restos.

La pléyade de cruces, el marasmo de tumbas, las cataratas de llanto, el dolor que sucumbe ante la realidad, el aroma de los claveles, el perfume de los lirios, la tierra ocre, los zapatos negros elegantemente enfundados del polvo del cementerio y los pasos que te conducen sollozante, perdido hacia la inexistente salida, son imágenes que se suceden en una tira de historias de abatimiento, pasajeras del tren en horario de la tarde. Porque hay tardes de tristeza, crepúsculos sollozantes que enjuagan lágrimas bajo los inmóviles arboles, de cantos de difuntos en un silencio interminable que repta bajo el calcinante Sol, de rosarios innumerables e interminables en aposentos macilentos arrinconados en lo más recóndito del alma. A pesar que las sombras se resisten a pintar paisajes de vida sobre el rostro de las avenidas crucificadas de muerte. Trasladamos el cuerpo de mi madre hacia el cementerio entre el rostro desfigurado de la ciudad destruida, los pies absortos en las heridas, los labios ensimismados en el asombro, la piel marchita por la impotencia y las interrogantes repetitivas, agónicas y anhelantes de evasión.

Mi mirada quedo suspendida en un punto rojizo y distante en el cielo. Aún continúa ahí. Mi angustia por no comprender los alcances del significado de la muerte de mi madre aún prevalece en todos los estadios de mi razonamiento, a pesar de que ya mi pelo pinta canas. La zozobra de no poder encontrarla cuando la busco eriza mi cuerpo y no me siento satisfecho con mirar una foto de su rostro que tengo colgada en una pared en la sala de mi casa en México. Me rehusó resignarme a haberla perdido, a admitir dimitir su significado y conexos. A partir de la madrugada del 23 de diciembre la busco sin cesar para no perderla definitivamente con la esperanza de encontrarla.

Por las destruidas calles de la Managua atemporal y clavada en la dimensión de lo irreal y confuso camina aún un niño que a ratos se inventa las mil razones para no desistir.

Juan Espinoza Cuadra
México
A 28 de Enero de MMX.