Había regresado recién a Nicaragua de Honduras. Era el año 1983. La rola “Sweet Dreams” del grupo Eurythmics contagiaba el ánimo de la juventud a través de sus cadencias. Los escritores, Tennessee Williams y Jorge Ibarguengoitia morían. En Argentina, Raúl Alfonsín asumía la Presidencia y se fundaba el EZLN en México. Estos eran algunos de los acontecimientos que sucedían en el escenario. En Nicaragua, los mayoritarios, predominantes, fanáticos, intolerantes y avasalladores frentesandinistas del Consejo de Estado aprobaban en sesión ordinaria el decreto #1327, la Ley del Servicio Militar Patriótico y luego de aparecer publicada en el Diario Oficial “La Gaceta”, el futuro vestido del gris oscuro de los sepulcros fue encaminándose perturbadoramente hacia una inimaginable realidad en medio del sonido temible de los tambores de guerra. El introito de los ecos de los plomos disparados desde ambos lados del antagonismo protagonizado por hermanos, se elevaba desde las planicies y montañas de Mulukukú, extremando sus altas notas en las fronteras norte y sur, y la cadencia de la tormenta se extendió a partir de entonces por los años inundados de jóvenes muertos. La gargolesca voluntad de José Daniel Ortega Saavedra mediada y llevada a cabo por sus secuaces tal arquetipos de los caballeros del Apocalipsis, era una realidad. Las circunstancias discutidas y convenidas cuatro años atrás, a finales de Septiembre de 1979, durante la realización de la Primera Asamblea de Cuadros “Rigoberto López Pérez” se habían concretado.
Desalentado por no haber culminado el objetivo de graduarme en la Escuela Agrícola Panamericana “El Zamorano”, emprendí el regreso a la casa de mi madre, Matilde Cuadra Romero en Altamira D¨Este. Toqué a la puerta y el vaho incendiario de la tarde confluía con las emanaciones del verano. El rostro de mi madre lejos de alegría bosquejo angustia y preocupación. Luego del abrazo y colocar mis pertenencias en mi cuarto, me dirigí a acompañarla sentado en la otra silla abuelita dispuesta en la mitad de la sala, frente a la puerta de madera con un visor redondo en la parte superior por la cual se ingresaba a la cocina. Y el -ahora, qué haremos?- golpeo mi entendimiento y viajo lentamente por cada rincón de mi casa, quizás queriendo se alojará lo más lejos posible, sin conseguirlo. En el silencio ambos nos solidarizamos con la impotencia. Reconocí los errores que me habían regresado de la seguridad y porvenir a la comedia pagana orquestada por los engendros del caos. Ella coloco su mano en mis labios y con ojos tristes dirigió su mirada hacia la calle, transitada medianamente a esa hora de la tarde por estar amenazada por los severos e implacables rayos del Sol.
La beca otorgada por El Zamorano y ganada gracias a los resultados obtenidos por mi desempeño académico en el Instituto Pedagógico “La Salle”, había sido suspendida indefinidamente. Y los contornos de la interrupción contemplaban la intermedia silueta de la ecuatoriana en la que apagué algo del hervor que me consumía. Aquella salida furtiva del dormitorio femenil a muy tempranas horas de aquel domingo abofeteo mi futuro y mis sueños alcanzaron en un sobre donde se me exhortaba retirarme. Aquella líneas me enviaban de regreso a casa y sobre esos surcos se aposto mi nueva trinchera. Había transgredido una regla al dejar en libertad una faceta del amor que distaba mucho en encontrar sosiego.
El primer aviso de reclutamiento llegó en las manos de un joven de mi edad, vestido escrupulosamente de verde olivo, botas apreciablemente nuevas y muy negras y muy brillantes y una boina negra ligeramente inclinada hacia el lazo derecho. Yo no quite el seguro de la puerta de protección, manufacturada con un intrincado arreglo de tubos de hierro que semejaba un irreconocible arreglo floral. Pregunto si yo era el destinatario de esa cita con lo desconocido y respondí con una afirmación que sentí camino solitaria por sobre los hirvientes techos de mitad de la mañana y ahorcada por los sonidos de los automóviles transitando apresuradamente. Me sugirió presentarme en la fecha indicada para no tener que enfrentar problemas con la “zonal”. Lo vi partir y llevarse mi libertad. No le comente nada a mi madre y preferí enrumbarme hacia la terraza interior y perderme en el vaivén de una colorida hamaca el resto del día.
La incertidumbre fue el estado idóneo para desempolvar los pendientes y retomar la lectura de “Cien años de Soledad” fue una exquisitez en mi búsqueda por exorcizar mi angustia. La espera aparenta un caldo caliente en una mesa solitaria, cuyo entorno percibe los recurrentes cuestionamientos, los periódicos y repetidos porqués. Macondo fue el lugar donde decidí esconderme y la conversación con el Coronel Aureliano Buendía trajo tranquilidad a mi azorado estado de ánimo. Conocer el hielo desde la perspectiva de un pelotón de fusilamiento con la niñez aletargada, desmayada en veinte casas de barro y cañabrava a la orilla de un distante río me hizo cerrar los ojos a la realidad e inventé un lenguaje con el cual pronuncié palabras nuevas para cosas nuevas. La reclusión a propósito en casa tuvo desventajas y de ellas, la meritoriamente mordaz fue la imposibilidad de escurrirme por las tardes-noches hacia el encuentro clandestino con los brazos cálidos y ansiosos de la joven que en la previedad de los acontecimientos ahogaba su hálito en mis besos. Ante el constante patrullaje de los reclutadores en busca de cómo cazar jóvenes e integrarlos a las diversas escuelas de entrenamiento, aquellas dos cuadras y media de distancia entre la casa de la que podía aligerar mi carga y mis cercados subterfugios, equivalía cada vez que lo meditaba a un infinito calzado de pasos distantes.
Un año transcurrió plagado de temblores en el estomago, de sudoraciones excesivas, y el apetito, al igual que los estantes de los supermercados y tiendas, se fue quedando vacío. Las cosas indispensables tornaronsé artículos de lujo. La tarjeta de abastecimiento por casa nunca proveyó a la mayoría de los hogares pinoleros. A esa generalidad a los que el régimen frentesandinista catalogaba de inconformes o peor aún, disidentes, les fue privado el derecho de subsistir. Los habitantes del reparto Altamira D'Este fueron etiquetados, en general, de burgueses vendepatria, rótulo que hasta la fecha posee un significado incorrecto y desatinado. En ese suburbio de mi niñez, adolescencia y parte de mi adultez, convivían personas desde las que ostentaban y poseían mucha riqueza económica hasta familias subyugadas por la carencia de bienes materiales y por los regulares o nulos ingresos. Cabezas de familia, en la mayoría asalariadas y, por supuesto, una que otra que en efecto si poseía un medio de producción, por igual fueron diezmadas. La acuñación por parte de la anarquía efeselenista fue incluyente a pesar que se habían apropiado hasta del futuro. La trasnochada iniciación a la lucha de clases fluyo irremediablemente entre la inconformidad y desasosiego y peor aún, a través de un conflicto social inexistente. La desavenencia siempre fue política. Los peores alumnos o los indisciplinados y malos lectores de los fundamentos de la filosofía marxista atropellaron desde una adimensional inopia y oscurantismo a amplios sectores de la sociedad por medio de términos inadecuados y pesimamente razonados y demencialmente escogidos. Su antagónico y unilateral modo de ver el mundo de entonces causo una masiva expatriación. Usurparon el derecho de vivir en paz y tranquilidad luego de un legítimo triunfo del pueblo sobre la tiranía somocista. Se arrogaron el título de una victoria conquistada primordialmente por nicaragüenses, no exclusiva ni particularmente por efeselenistas. Despojaron a la población de su irrestricto derecho por decidir hacia dónde dirigirse, que alimentos degustar, el diseño y colores de la ropa que vestir, por quien ser gobernados. Desfalcaron a los nicaragüenses de su libertad al legislar y promulgar la ley del SMP. Decretaron y proclamaron la muerte. Robaron la algarabía de los rostros que en el pasado explotaban de alegría transitando despreocupados por las calles. Se agenciaron la vocación por las sonrisas de los miembros de las familias nicaragüenses. Hurtaron los propósitos y sueños para los hijos. Sustrajeron la esperanza emanada del perfume de los madroños, plantados por las ocres terracerías del campo campesino y obrero. El verde de la bruñida vegetación de los cerros y montañas estampados en el trapecio patrio profetizaba convertirse a tinto e inolvidablemente indeleble. Y la pincelada triste de la languidez plasmada en la alacena del hogar provoco la incursión a expendios proscritos para proveer de lo indispensablemente carente. Salir con mi madre por el abasto se aproximaba planchar el enmarañado atuendo de las nubes.
Debuto la oportunidad de matricularme en la Universidad Nacional de Ingeniería y entre ponderaciones silentes y una desbordada ilusión cumplí el procedimiento. Posteriormente, mi primer semana de clases discurrió entre la constante amenaza que el Ejército Popular Sandinista ejercía en atrapar y capturar a la juventud dentro de las instalaciones de la recién fundada institución de educación superior. Los operativos se hicieron interminables a tal punto que el abandono y la apatía se convirtieron en los únicos transeúntes de los desiertos pasillos y la orfandad radico indolente las aulas de clase. La angustia por ser capturado se volvió una pesadilla diaria, constante, cíclica. Y las diversas rutas para retornar a casa se fueron haciendo familiares entre la débil luz de las luminarias y la intimidante lobreguez de la noche. Y esos oscuros senderos que salvaguardaron mi arribo seguro a casa, en 1984, aún actúan en mis sueños como valientes guerreros e infranqueables defensores de mi otrora vulnerable y endeble inmunidad.
Esa noche de finales de 1984, cargaba únicamente un cuaderno, un lápiz de grafito y una pluma. Tomé un inusual camino para llegar a mi aula de clase. El silencio y soledad de los pasillos hicieron sospechar que algo andaba mal. Sentí palpitar velozmente mi corazón y mis sienes golpeaban mí frente mientras me adentraba en los pasillos de la Universidad. Faltando pocos metros escuche con claridad los gritos de: -Detente!-, -¡Quédate ahí o disparo!-, y repentinamente una avalancha de chavalos corriendo horrorizados chocaron inevitablemente contra mí. Me tropecé y luego estaba de bruces desesperado por recobrar la vertical y unirme a la bandada en su huida. Me encontré corriendo desesperado entre matorrales sin saber qué dirección tomar. Corrí sin importarme al final hacia donde iba. No quería me alcanzaran mis cazadores. Beneficiado por el caos de la masiva persecución y favorecido por la oscuridad de la noche y resguardado por lo espeso y altura de los matorrales, alcance la carretera a Masaya, a la altura de Metrocentro. Un cordón de militares rodeaba la UNI. Continúe mi angustiosa fuga por el más recóndito y amparador camino a casa. Mis zapatillas All Star y mis jeans de mezclilla acusaban, por la suciedad y rasgaduras, lo frenético y enardecido del escape. Nuevamente estaba a salvo en la seguridad y premeditada oscuridad de la casa de mi madre. Sus preguntas nerviosas acerca de cómo me encontraba pude responderlas con aquel abrazo sudoroso y jadeante que deposite en su cuerpo. En la oscuridad nos dirigimos hacia la cocina y luego de cerrar la puerta del refrigerador deguste un relajante, cristalino y gélido vaso con agua servido por mi madre.
Llegó la segunda citatoria y la tercera no tardo mucho. Corría el mes de Marzo por el calendario del año 1985 y aquella mañana entré al cuarto de mi madre, me senté en el borde de su cama, colindante a su escritorio, mientras ella escribía algo. Luego de un momento, giro hacia mí y me miro franca y vencida, altiva y atribulada, orgullosa e impotente. Escruto mis ojos en silencio y en ese momento supo había tomado mi decisión. Me levanté acercándome, la tome del rostro y deposite un beso en su frente. Tomé como única maleta el citatorio y me dirigí a la zonal de reclutamiento. No había muchos jóvenes esa tarde. Conmigo éramos cuatro. Y entre la zozobra de encontrarnos a cumplir con nuestro destino impuesto, iniciamos una conversación cargada de especulaciones y temor. Al llegar mi turno y enfrentarme con el reclutador, me pregunto porque llegaba hasta mi tercer citatorio y no quise y no pude responder. Tenía un sinnúmero de razones que él no comprendería. Sello el documento y me indico pasar al examen médico. Para mí, la opción de emigrar de Nicaragua, nunca estuvo contemplada. Mi mayor impedimento era la edad y enfermedad de mi madre. Ese cordón de mutuo apoyo era muy difícil de romper. A pesar de las circunstancias, estábamos juntos y eso era suficiente.
Febrero de MMX
México.
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